Ciudad de México, a 26 de enero del 2010.
Diplomado en Derechos Humanos, Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Mariana Berlanga
Hablar de los derechos de las mujeres en esta primera década del siglo XXI, desde mi punto de vista, significa abordar una inevitable contradicción que caracteriza nuestro estar en el mundo en este momento histórico y en este contexto, es decir, México y América Latina.
Por un lado, el discurso de los derechos humanos, el gran arcoíris de organizaciones que velan porque dichos derechos sean “garantizados”, las cortes internacionales y las nuevas legislaciones nos hablan de una nueva realidad para las mujeres, quienes en épocas anteriores veíamos lejanos todos estos instrumentos, y sobre todo, estas “preocupaciones” sociales e institucionales.
Pero por otro lado, está la realidad contrastante con este discurso de “género” que se ha instaurado como el políticamente correcto entre gobernantes, organizaciones sociales y figuras públicas. La realidad tangible de todos los días nos lleva al cuestionamiento necesario sobre qué tanto hemos avanzado en materia de derechos humanos cuando las mujeres aparecemos entre las más pobres del mundo, las más explotadas (no sólo laboral sino sexualmente)[1], pero también significativamente violentadas tanto en el espacio público como en el privado.
A principios de los noventa, la sociedad mexicana se conmovió y se escandalizó por los asesinatos de mujeres que comenzaron a registrarse en Ciudad Juárez, Chihuahua. Se trataba, como lo describió el periodista mexicano Sergio González Rodríguez, de: “Muchachas, incluso niñas, estranguladas, desnudas o semidesnudas, algunas con las manos atadas, huellas de golpes, mutilaciones o torturas. Sus cadáveres persistían en aparecer en parajes desérticos o semidesérticos de la periferia de Ciudad Juárez”[2].
Ahora, los llamados feminicidios son parte de las noticias cotidianas y se asumen como parte de la violencia generalizada y el clima de impunidad que se vive en varios de los países de nuestra región.
Datos recientes proporcionados por el Observatorio Ciudadano Nacional contra el Feminicidio (OCNF), conformado por organizaciones civiles, indican que alrededor de 459 mujeres fueron asesinadas en 16 de los 32 estados de México durante el primer semestre de 2009, la mayoría en las regiones norte y centro del país. De los estados analizados, destacan el Estado de México con mayor número de casos (89), seguido del norteño Chihuahua (71), el Distrito Federal (46) y Baja California (45).
Desde diciembre de 2006 a octubre de 2009, en México han sido asesinadas 3.726 mujeres, la mayor parte a manos de algún miembro de su familia, pero en el 7% de los casos fueron ejecutadas, cayeron abatidas en enfrentamientos entre grupos del crimen organizado o las mataron traficantes de personas, de acuerdo con estadísticas de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).[3] El caso de las desapariciones de mujeres es, en todo caso, mucho más alarmante. Simplemente, en el estado de Puebla, en donde en el primer semestre de 2009, desaparecieron 569 mujeres. En los últimos cinco años, fueron reportadas como “perdidas” 3 mil 323 mujeres, según registros de la Procuraduría General de Justicia (PGJ). Se presume que varias de estas mujeres son víctimas de la trata y explotación sexual de mujeres de redes transnacionales de pornografía.
La Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas de la procuraduría General de la República (Fevimtra) reconoce que las cifras de mujeres desaparecidas se han incrementado en México, específicamente, en los estados de Chihuahua, Estado de México y el Distrito Federal, entidad donde se reportaron mil 188 desapariciones entre 2000 y 2007, mientras que en el Estado de México se documentaban 877.
Las anteriores son solamente las cifras recientes, las cuales también habría que tomar con pinzas al analizar los llamados feminicidios.
En el Examen Periódico Universal de la Organización de Naciones Unidas del 2009, la Oficina en México de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos (ACNUDH) señaló que la impunidad era uno de los mayores obstáculos no sólo a los derechos humanos, sino también al estado de derecho en su conjunto.
Sin embargo, en el caso de los crímenes contra mujeres, habría que analizar cómo debemos leer esa impunidad. ¿Qué significa que el hecho de violar, torturar, o matar a una mujer no se castigue? ¿Qué significa que la mayoría de los asesinos de mujeres ni siquiera pisen la cárcel o salgan de ella tan pronto como argumentan un “homicidio no doloso” o en “legítima defensa”?
En el mismo informe, se señala que “el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer estaba preocupado por la persistencia de la violencia generalizada y sistemática contra las mujeres, que llegaba incluso a desembocar en homicidios y desapariciones”, como lo muestran las cifras anteriormente señaladas.
¿Cómo interpretar estos instrumentos internacionales? ¿Cómo debemos vivir el hecho de que el estado mexicano suscriba y ratifique una Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belem Do Para), y que al mismo tiempo nuestro derecho más básico, el derecho a la vida, esté siendo cotidianamente violentado sin que las instancias de procuración de justicia hagan algo al respecto?
Si tomamos en cuenta que dicha convención se realizó en 1994, justo un año después de que se registraran los llamados feminicidios en Ciudad Juárez, veremos cómo las mujeres latinoamericanas vivimos dos realidades: la de los discursos y la de los hechos.
Si la CEDAW, por sus siglas en inglés, afirma que “la violencia contra la mujer constituye una violación de los derechos humanos y las libertades y limita total o parcialmente a la mujer el reconocimiento, goce y ejercicio de tales derechos y libertades”, salta la inevitable pregunta de si las mujeres (o las mujeres pobres, obreras, trabajadoras de la maquila, migrantes, indígenas, jóvenes, niñas) no son consideradas “humanas” por los estados que no sólo no garantizan, sino que se encargan de que la justicia sea inaccesible para ellas, para nosotras.
Pero habrá quien diga que la violencia en nuestros países, hablando de México y Guatemala -para dar dos ejemplos de países latinoamericanos con altos índices de asesinatos- es una violencia generalizada que lo mismo afecta a hombres que a mujeres. Es más, habrá quienes digan, y suelen hacerlo, que las víctimas de esta violencia, entre la que figura la protagonizada por bandas criminales y el narcotráfico, son en su mayoría hombres.
Sin embargo, las razones de esta violencia son muy distintas, y en ese sentido, el concepto “feminicidio” nos ha dado mucha luz para interpretar estos crímenes que conllevan un sexismo y una misoginia, propios de nuestras sociedades patriarcales. Cabe recordar que desde la primera definición de Jill Radford (1992), “el feminicidio es un asesinato misógino de mujeres cometido por hombres”. Se trata de una forma de violencia sexual, y “la violencia sexual masculina ha sido identificada como una característica que define a las sociedades patriarcales (Nelly y Radford, 1987), como una intención central para que los hombres mantengan el poder sobre las mujeres y las niñas”[4].
El discurso de género, puesto en boga desde los años 90s, por un lado intenta “democratizar” el lenguaje así como los espacios, pero por otro lado, neutraliza la postura feminista y omite la jerarquía tan naturalizada de lo masculino sobre lo femenino; es decir, niega el “poder” que los hombres ejercen sobre las mujeres, como si hablar de géneros de un día para otro equivaliera a hablar de una relación entre pares, entre dos colectivos que están en una situación equiparable.
El mismo riesgo se corre cuando se habla de los derechos humanos. Pareciera que la categoría “humano” aplica para cada persona, o al menos así tendría que ser dado que según la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948):
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Pero la realidad demuestra que no es así, que no es lo mismo ser hombre que mujer, blanco que negro, pobre que rico, tener una situación migratoria “en regla” o no.
El feminicidio es uno de esos actos extremos que nos alertan sobre algo que está muy mal en nuestras sociedades. Para empezar, es un fenómeno que cuestiona el carácter democrático de éstas, que pone en tela de juicio el tema de la libertad, la igualdad y la supuesta reivindicación de la diversidad o diversidades. En la Ciudad de México, podemos observar, por ejemplo, que en los últimos años se han legislado la despenalización del aborto y los matrimonios entre personas del mismo sexo, por poner dos ejemplos de temas impensables en otro momento de la historia. Pero al mismo tiempo que se proclama la libertad de las personas, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, y que se hace alarde de una apertura inusitada, a las mujeres solas se les castiga, precisamente, por el hecho de romper con la estructura tradicional de la familia. No es casualidad que entre las mujeres asesinadas (en Ciudad Juárez, pero también en el Estado de México y el Distrito Federal), encontremos que muchas de ellas eran mujeres solas, madres solteras, jóvenes, estudiantes, trabajadoras, niñas que no contaban con una red social o familiar sólida, ya sea por haber migrado de ciudad, o por su situación de una economía precaria, etc.
¿Qué es entonces un feminicidio, se pregunta Rita Laura Segato, en el sentido que Ciudad Juárez le confiere a esta palabra? Y afirma:
“Es el asesinato de una mujer genérica, de un tipo de mujer, sólo por ser mujer y pertenecer a este tipo, de la misma forma que el genocidio es una agresión genérica y letal a todos aquellos que pertenecen al mismo grupo étnico, racial, lingüístico, religioso o ideológico. Ambos crímenes se dirigen a una categoría, no a un sujeto específico”.[5]
Me pregunto qué tienen qué decir los derechos humanos al respecto, desde ese concepto surgido desde la modernidad occidental, tradición filosófica que pone el énfasis en el individuo y el contrato social. ¿Las mujeres debemos seguir apelando a la noción de “derechos humanos” para erradicar prácticas como el feminicidio? ¿Desde dónde?
No todas son malas noticias. El día 18 de Noviembre la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado mexicano por la violación de los derechos humanos de Laura Berenice Ramos Monárrez, Esmeralda Herrera Monreal y Claudia Ivette González, quienes fueron encontradas sin vida y con rasgos de tortura sexual los días 6 y 7 de noviembre de 2001, en el predio conocido como Campo Algodonero, ubicado en Ciudad Juárez, Chihuahua.
Puede decirse que la sentencia de la Corte rompe de alguna manera el círculo de impunidad de los feminicidios en Ciudad Juárez, tomando en cuenta que este tribunal de justicia reconoce que el Estado mexicano incurrió en irregularidades en las investigaciones del caso entre las que destacó la falta de información al momento de reportar el hallazgo de los cadáveres, una inadecuada preservación en la escena del crimen, falta de rigor en la recolección de evidencias y en la cadena de custodia, así como contradicciones e insuficiencias en las autopsias, y en la identificación del los cuerpos.
Cabe mencionar que estas prácticas han sido una constante de las instituciones de procuración de justicia (locales y federales) en lo que concierne a los asesinatos de mujeres en todo el territorio mexicano.
Sin embargo, dicha sentencia sentará un precedente para el tema del feminicidio en América Latina, toda vez que son los primeros casos que la Corte reconoce como asesinatos de mujeres por el hecho de ser mujeres.
Desde mi punto de vista, es tarea de las mujeres: de las trabajadoras, estudiantes, profesoras, activistas, madres, obreras, etc., hacer que el discurso de los derechos humanos no sea letra muerta. Cabe mencionar que la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es el resultado de años de denuncia, del trabajo incansable de las mujeres de Juárez, de las otras mujeres solidarias que hicieron suya la causa, de la apuesta a romper el silencio, a no enterrar la memoria de quienes ya no pudieron vivir para relatar los horrores del acto feminicida. Las instituciones, las leyes que proclaman, son las encargadas de echar a andar el cassette con discursos que se repiten una y otra vez, pero que no necesariamente corresponden a lo que sucede en el día a día de las personas. Mientras más se alejan dichos discursos de la realidad tangible de las personas, más se vacían de sus contenidos originales, más se diluye su carácter crítico. Por lo tanto, es tarea de todas (y todos), y no de las instituciones, hacer que el discurso de los derechos humanos y la realidad de las mujeres no sea tan contrastante.
[1] Según Teresa Ulloa Ziáurriz, directora regional de la Coalición contra el Tráfico de Mujeres en América Latina y el Caribe, con sede en México, se estima que la trata y explotación de personas representa un 17% del Producto Interno Bruto de los países de la región. La explotación sexual afecta a 5 millones de mujeres y niñas.
[2] González Rodríguez, Sergio. Huesos en el desierto. Editorial Anagrama. Barcelona, 2002.
[3] Fuente: La Jornada.
[4] Russel Diana E. y Radford, Jill. Feminicidio. La política del asesinato de las mujeres. CEIICH- UNAM. Comisión Especial para Conocer y dar Seguimiento a las Investigaciones Relacionadas con los Feminicidios en la República Mexicana y a la Procuración de Justicia Vinculada-Cámara de Diputados. P. 39.
[5] Rita Laura Segato.”La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez: territorio, soberanía y crímenes de segundo estado. Revista Debate Feminista. Año 19. Vol. 37. Abril 2008. P. 93
Diplomado en Derechos Humanos, Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Mariana Berlanga
Hablar de los derechos de las mujeres en esta primera década del siglo XXI, desde mi punto de vista, significa abordar una inevitable contradicción que caracteriza nuestro estar en el mundo en este momento histórico y en este contexto, es decir, México y América Latina.
Por un lado, el discurso de los derechos humanos, el gran arcoíris de organizaciones que velan porque dichos derechos sean “garantizados”, las cortes internacionales y las nuevas legislaciones nos hablan de una nueva realidad para las mujeres, quienes en épocas anteriores veíamos lejanos todos estos instrumentos, y sobre todo, estas “preocupaciones” sociales e institucionales.
Pero por otro lado, está la realidad contrastante con este discurso de “género” que se ha instaurado como el políticamente correcto entre gobernantes, organizaciones sociales y figuras públicas. La realidad tangible de todos los días nos lleva al cuestionamiento necesario sobre qué tanto hemos avanzado en materia de derechos humanos cuando las mujeres aparecemos entre las más pobres del mundo, las más explotadas (no sólo laboral sino sexualmente)[1], pero también significativamente violentadas tanto en el espacio público como en el privado.
A principios de los noventa, la sociedad mexicana se conmovió y se escandalizó por los asesinatos de mujeres que comenzaron a registrarse en Ciudad Juárez, Chihuahua. Se trataba, como lo describió el periodista mexicano Sergio González Rodríguez, de: “Muchachas, incluso niñas, estranguladas, desnudas o semidesnudas, algunas con las manos atadas, huellas de golpes, mutilaciones o torturas. Sus cadáveres persistían en aparecer en parajes desérticos o semidesérticos de la periferia de Ciudad Juárez”[2].
Ahora, los llamados feminicidios son parte de las noticias cotidianas y se asumen como parte de la violencia generalizada y el clima de impunidad que se vive en varios de los países de nuestra región.
Datos recientes proporcionados por el Observatorio Ciudadano Nacional contra el Feminicidio (OCNF), conformado por organizaciones civiles, indican que alrededor de 459 mujeres fueron asesinadas en 16 de los 32 estados de México durante el primer semestre de 2009, la mayoría en las regiones norte y centro del país. De los estados analizados, destacan el Estado de México con mayor número de casos (89), seguido del norteño Chihuahua (71), el Distrito Federal (46) y Baja California (45).
Desde diciembre de 2006 a octubre de 2009, en México han sido asesinadas 3.726 mujeres, la mayor parte a manos de algún miembro de su familia, pero en el 7% de los casos fueron ejecutadas, cayeron abatidas en enfrentamientos entre grupos del crimen organizado o las mataron traficantes de personas, de acuerdo con estadísticas de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).[3] El caso de las desapariciones de mujeres es, en todo caso, mucho más alarmante. Simplemente, en el estado de Puebla, en donde en el primer semestre de 2009, desaparecieron 569 mujeres. En los últimos cinco años, fueron reportadas como “perdidas” 3 mil 323 mujeres, según registros de la Procuraduría General de Justicia (PGJ). Se presume que varias de estas mujeres son víctimas de la trata y explotación sexual de mujeres de redes transnacionales de pornografía.
La Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas de la procuraduría General de la República (Fevimtra) reconoce que las cifras de mujeres desaparecidas se han incrementado en México, específicamente, en los estados de Chihuahua, Estado de México y el Distrito Federal, entidad donde se reportaron mil 188 desapariciones entre 2000 y 2007, mientras que en el Estado de México se documentaban 877.
Las anteriores son solamente las cifras recientes, las cuales también habría que tomar con pinzas al analizar los llamados feminicidios.
En el Examen Periódico Universal de la Organización de Naciones Unidas del 2009, la Oficina en México de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos (ACNUDH) señaló que la impunidad era uno de los mayores obstáculos no sólo a los derechos humanos, sino también al estado de derecho en su conjunto.
Sin embargo, en el caso de los crímenes contra mujeres, habría que analizar cómo debemos leer esa impunidad. ¿Qué significa que el hecho de violar, torturar, o matar a una mujer no se castigue? ¿Qué significa que la mayoría de los asesinos de mujeres ni siquiera pisen la cárcel o salgan de ella tan pronto como argumentan un “homicidio no doloso” o en “legítima defensa”?
En el mismo informe, se señala que “el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer estaba preocupado por la persistencia de la violencia generalizada y sistemática contra las mujeres, que llegaba incluso a desembocar en homicidios y desapariciones”, como lo muestran las cifras anteriormente señaladas.
¿Cómo interpretar estos instrumentos internacionales? ¿Cómo debemos vivir el hecho de que el estado mexicano suscriba y ratifique una Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belem Do Para), y que al mismo tiempo nuestro derecho más básico, el derecho a la vida, esté siendo cotidianamente violentado sin que las instancias de procuración de justicia hagan algo al respecto?
Si tomamos en cuenta que dicha convención se realizó en 1994, justo un año después de que se registraran los llamados feminicidios en Ciudad Juárez, veremos cómo las mujeres latinoamericanas vivimos dos realidades: la de los discursos y la de los hechos.
Si la CEDAW, por sus siglas en inglés, afirma que “la violencia contra la mujer constituye una violación de los derechos humanos y las libertades y limita total o parcialmente a la mujer el reconocimiento, goce y ejercicio de tales derechos y libertades”, salta la inevitable pregunta de si las mujeres (o las mujeres pobres, obreras, trabajadoras de la maquila, migrantes, indígenas, jóvenes, niñas) no son consideradas “humanas” por los estados que no sólo no garantizan, sino que se encargan de que la justicia sea inaccesible para ellas, para nosotras.
Pero habrá quien diga que la violencia en nuestros países, hablando de México y Guatemala -para dar dos ejemplos de países latinoamericanos con altos índices de asesinatos- es una violencia generalizada que lo mismo afecta a hombres que a mujeres. Es más, habrá quienes digan, y suelen hacerlo, que las víctimas de esta violencia, entre la que figura la protagonizada por bandas criminales y el narcotráfico, son en su mayoría hombres.
Sin embargo, las razones de esta violencia son muy distintas, y en ese sentido, el concepto “feminicidio” nos ha dado mucha luz para interpretar estos crímenes que conllevan un sexismo y una misoginia, propios de nuestras sociedades patriarcales. Cabe recordar que desde la primera definición de Jill Radford (1992), “el feminicidio es un asesinato misógino de mujeres cometido por hombres”. Se trata de una forma de violencia sexual, y “la violencia sexual masculina ha sido identificada como una característica que define a las sociedades patriarcales (Nelly y Radford, 1987), como una intención central para que los hombres mantengan el poder sobre las mujeres y las niñas”[4].
El discurso de género, puesto en boga desde los años 90s, por un lado intenta “democratizar” el lenguaje así como los espacios, pero por otro lado, neutraliza la postura feminista y omite la jerarquía tan naturalizada de lo masculino sobre lo femenino; es decir, niega el “poder” que los hombres ejercen sobre las mujeres, como si hablar de géneros de un día para otro equivaliera a hablar de una relación entre pares, entre dos colectivos que están en una situación equiparable.
El mismo riesgo se corre cuando se habla de los derechos humanos. Pareciera que la categoría “humano” aplica para cada persona, o al menos así tendría que ser dado que según la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948):
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Pero la realidad demuestra que no es así, que no es lo mismo ser hombre que mujer, blanco que negro, pobre que rico, tener una situación migratoria “en regla” o no.
El feminicidio es uno de esos actos extremos que nos alertan sobre algo que está muy mal en nuestras sociedades. Para empezar, es un fenómeno que cuestiona el carácter democrático de éstas, que pone en tela de juicio el tema de la libertad, la igualdad y la supuesta reivindicación de la diversidad o diversidades. En la Ciudad de México, podemos observar, por ejemplo, que en los últimos años se han legislado la despenalización del aborto y los matrimonios entre personas del mismo sexo, por poner dos ejemplos de temas impensables en otro momento de la historia. Pero al mismo tiempo que se proclama la libertad de las personas, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, y que se hace alarde de una apertura inusitada, a las mujeres solas se les castiga, precisamente, por el hecho de romper con la estructura tradicional de la familia. No es casualidad que entre las mujeres asesinadas (en Ciudad Juárez, pero también en el Estado de México y el Distrito Federal), encontremos que muchas de ellas eran mujeres solas, madres solteras, jóvenes, estudiantes, trabajadoras, niñas que no contaban con una red social o familiar sólida, ya sea por haber migrado de ciudad, o por su situación de una economía precaria, etc.
¿Qué es entonces un feminicidio, se pregunta Rita Laura Segato, en el sentido que Ciudad Juárez le confiere a esta palabra? Y afirma:
“Es el asesinato de una mujer genérica, de un tipo de mujer, sólo por ser mujer y pertenecer a este tipo, de la misma forma que el genocidio es una agresión genérica y letal a todos aquellos que pertenecen al mismo grupo étnico, racial, lingüístico, religioso o ideológico. Ambos crímenes se dirigen a una categoría, no a un sujeto específico”.[5]
Me pregunto qué tienen qué decir los derechos humanos al respecto, desde ese concepto surgido desde la modernidad occidental, tradición filosófica que pone el énfasis en el individuo y el contrato social. ¿Las mujeres debemos seguir apelando a la noción de “derechos humanos” para erradicar prácticas como el feminicidio? ¿Desde dónde?
No todas son malas noticias. El día 18 de Noviembre la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado mexicano por la violación de los derechos humanos de Laura Berenice Ramos Monárrez, Esmeralda Herrera Monreal y Claudia Ivette González, quienes fueron encontradas sin vida y con rasgos de tortura sexual los días 6 y 7 de noviembre de 2001, en el predio conocido como Campo Algodonero, ubicado en Ciudad Juárez, Chihuahua.
Puede decirse que la sentencia de la Corte rompe de alguna manera el círculo de impunidad de los feminicidios en Ciudad Juárez, tomando en cuenta que este tribunal de justicia reconoce que el Estado mexicano incurrió en irregularidades en las investigaciones del caso entre las que destacó la falta de información al momento de reportar el hallazgo de los cadáveres, una inadecuada preservación en la escena del crimen, falta de rigor en la recolección de evidencias y en la cadena de custodia, así como contradicciones e insuficiencias en las autopsias, y en la identificación del los cuerpos.
Cabe mencionar que estas prácticas han sido una constante de las instituciones de procuración de justicia (locales y federales) en lo que concierne a los asesinatos de mujeres en todo el territorio mexicano.
Sin embargo, dicha sentencia sentará un precedente para el tema del feminicidio en América Latina, toda vez que son los primeros casos que la Corte reconoce como asesinatos de mujeres por el hecho de ser mujeres.
Desde mi punto de vista, es tarea de las mujeres: de las trabajadoras, estudiantes, profesoras, activistas, madres, obreras, etc., hacer que el discurso de los derechos humanos no sea letra muerta. Cabe mencionar que la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es el resultado de años de denuncia, del trabajo incansable de las mujeres de Juárez, de las otras mujeres solidarias que hicieron suya la causa, de la apuesta a romper el silencio, a no enterrar la memoria de quienes ya no pudieron vivir para relatar los horrores del acto feminicida. Las instituciones, las leyes que proclaman, son las encargadas de echar a andar el cassette con discursos que se repiten una y otra vez, pero que no necesariamente corresponden a lo que sucede en el día a día de las personas. Mientras más se alejan dichos discursos de la realidad tangible de las personas, más se vacían de sus contenidos originales, más se diluye su carácter crítico. Por lo tanto, es tarea de todas (y todos), y no de las instituciones, hacer que el discurso de los derechos humanos y la realidad de las mujeres no sea tan contrastante.
[1] Según Teresa Ulloa Ziáurriz, directora regional de la Coalición contra el Tráfico de Mujeres en América Latina y el Caribe, con sede en México, se estima que la trata y explotación de personas representa un 17% del Producto Interno Bruto de los países de la región. La explotación sexual afecta a 5 millones de mujeres y niñas.
[2] González Rodríguez, Sergio. Huesos en el desierto. Editorial Anagrama. Barcelona, 2002.
[3] Fuente: La Jornada.
[4] Russel Diana E. y Radford, Jill. Feminicidio. La política del asesinato de las mujeres. CEIICH- UNAM. Comisión Especial para Conocer y dar Seguimiento a las Investigaciones Relacionadas con los Feminicidios en la República Mexicana y a la Procuración de Justicia Vinculada-Cámara de Diputados. P. 39.
[5] Rita Laura Segato.”La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez: territorio, soberanía y crímenes de segundo estado. Revista Debate Feminista. Año 19. Vol. 37. Abril 2008. P. 93
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